“Entonces Felipe, le dijo: “Señor, muéstranos al Padre, eso nos basta”.
Jesús respondió, “¿Y aún no me conoces, Felipe? El que me ve a Mí, ve al Padre”
(Jn. 14,8-11)
Los cristianos adoramos a Dios y veneramos
a sus Santos. Cuando oramos ante las sagradas imágenes o santos íconos, no
rezamos a la materia de la que están hechos,
sino a aquel que en ellos está representado, es decir, su arquetipo.
Nos acercamos a los íconos con
respeto y devoción, y encendemos ante ellos lámparas de aceite y pequeños
cirios, signo de la Luz de la fe y de la Unción del Espíritu Santo, que viene
en nuestra ayuda para que podamos unir nuestro espíritu a su Presencia
vivificadora.
Al realizar la señal de la cruz,
la hacemos con mucho cuidado, recogiendo nuestra mente con santo temor, y al
pronunciar “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, sabemos
por la fe, que el mismo Dios Único, Trinidad Consustancial e indivisible, se
hace presente en nuestro corazón, resplandece en nuestra mente, llena de calor
nuestros miembros, y nos rodea con los rayos invisibles de su Gloria.
Fijamos nuestra mirada en el
ícono, y a la par que nuestros ojos materiales se centran en el rostro de quien
está representado en él, la mirada de Cristo y de sus santos brota del ícono
saliendo a nuestro encuentro. La oración ante un ícono es así el encuentro
espiritual con quien está en él representado.
Esa mirada pura, que comienza con
una acción de los ojos, se continúa en un movimiento interior de tensión hacia
Dios; no es una mirada cualquiera, que curiosea una pintura, es la mirada de un
hijo de Dios que tiende sus brazos a su Padre celestial.
¿Por qué una acción tan
espiritual como la oración no prescinde de un objeto material como el ícono?
Porque en el ícono la enseñanza que Cristo dio a la Iglesia está visiblemente expresada
con colores y formas que ilustran nuestra alma; vemos a Cristo, por ejemplo,
vestido de rojo, y con ello sabemos que Él es Dios; está revestido de un manto
azul, y ello nos dice que el Hijo del Dios vivo se ha hecho carne, hombre, uno
de nosotros. Su halo en forma de cruz, dice que Él es el Dios Eterno, el mismo
que en la zarza habló a Moisés; de manera que nuestra humilde oración es
guiada, enriquecida por la Verdad, que es Cristo mismo. Así, cuando el Espíritu
se une a nuestro espíritu, su Unción completa con sus gemidos inefables nuestra
súplica de hijos.